Almendras amargas






Esta es la época donde el almendro inicia su floración de algodones que equilibran la luz, suavizando la grave austeridad de nuestros campos. 

Hay un almendro que veréis estribado a la vera, pasando un trecho la ermita de Belén de Zafra camino al Castellar, que se distingue entre todos los almendros de su alrededor porque el blancor de sus flores aun en plena temporada no llegan a despuntar más que en un blancor de tono ceniciento, florecido a duras penas de su tronco crispado, retorcido en ramas que contritas claman al cielo en lastimera letanía.

El almendro recoge en su fronda de flores cenicientas el viento que pasa a su alrededor y se respira una calma inquietante sin un pálpito de ave. Lejos están los gorjeos de los gorriatos y sus costuras aéreas. Sólo el milano, guardián de la dehesa, se acerca en su majestad invulnerable y pasa de largo su fría mirada.


Veréis que nadie se acerca a este árbol porque además de estar esquinado y hurtarse a la vista, da las almendras  más amargas  que se hayan probado jamás por estos contornos. Es mejor no hincarles el diente siquiera, porque su sabor (de la más repulsiva y violenta acritud) nos envolverá  durante días quitándonos el apetito.


Todo tiene una solución. Toda pregunta tiene una respuesta, y ahora la he encontrado en una leyenda escuchada por un paisano (de sienes plateadas), que explica todo el misterio que rodea a este árbol.


La historia cuenta que había una pareja de enamorados que solían encontrarse junto al almendro. Los días iban fortaleciendo los sentimientos de los muchachos y el almendro llegó a ser testigo  del amor eterno que se juraron un día. El almendro crecía lozano entonces. Afianzado y luminoso es el amor cuando se divisa un horizonte común. A medida que avanza va madurando como el más dulce fruto. Ya se iba haciendo el ajuar, ya sonaba rumor de boda. Sin embargo, el muchacho fue llamado a servir al reino y la niña quedó sola esperándole ansiosa hasta que un día llegó carta informando sobre la muerte de su novio. 


La niña vio de repente todo su amor derrumbado y no dejó de llorar durante días frente al almendro, derramando  las más desoladas lágrimas al saber que su enamorado jamás volvería junto a ella. Esas mismas lágrimas vertidas las fue absorbiendo el almendro, tornando  sus flores cenicientas y aciago su fruto, dice la leyenda. 


Amargo es el amor cuando se desvanece, pero más amargo es aún si se trunca. Es un dolor sin orillas. No tiene fin. Es el mismo dolor que sorbió el almendro provocando, dice la leyenda, la más atroz amargura en su fruto por los siglos de los siglos.  

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