Interludio en Valladolid

Al salir de Burgos he pasado revista al Cid Campeador y su cuadrilla, despidiéndome de ellos. Aunque no sé si realmente sería esta tropa la que me hacía pasillo de honor, desfilando yo ante ellos marcialmente.


Como compañera de viaje he encontrado a Amandine, lectora de francés en un instituto de Huesca y que, como yo, viaja siguiendo ruta castellana. Su ciudad, Limoge y su estancia en Aragón (en donde se siente muy cómoda), supongo le hacen más familiar todo este arte y la cultura del camino de Santiago que a mí, como meridional, me resulta novedoso y fascinante, en menor medida le resulta atractiva la cocina de estas tierras, ya que, según me contó, no ha probado morcilla ni cordero. Ella continúa para Salamanca y yo me quedo en Valladolid en donde me espera mi amigo Eduardo Fraile, encontrándole vital y dinámico, diáfano y cordial como siempre, con nuevos proyectos iniciados en su labor de editor, que seguramente fructifiquen a poco.

Eduardo me da la gran satisfacción de regalarme dedicado su último poemario Balada de las golondrinas recién publicado en Pretextos, bello librito leve y alado en donde hace un recorrido de su armónica vivencia con las golondrinas, aristócratas del aire, en un tono cálido alimentado por espesura de tiempo y cariño.

Valladolid en Semana Santa se encuentra más convulsa que en otras fechas, animada de luces y de sonidos pero sin dejar nunca de perder esa su distinguida elegancia, en donde púrpura y estameña, academia y taberna, se funden armoniosa y castizamente.

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