Aterrizaje en Mallorca: la aventura continúa

Vuelvo al embrujo de la isla como el reencuentro de un viejo amigo. La realidad efervescente y orgánica de las Baleares se mueve en un turbión luminoso de influencias variopintas en el vertiginoso fluir del tiempo. Tierra de tolerancia y pragmática, cosmopolita, deja entrever, al poco que se le conoce, una idea que revela el orgullo de sí misma:  si arrastra en su encanto tantas  gentes y negocios, si desde todos los rincones del mundo han venido a quedarse formando colonias de ingleses, alemanes o noruegos  es porque toda esa gente ha querido venir, ya que Mallorca no los ha llamado. 

La isla es hoguera de vanidades del mundo occidental, un emporio y tierra de promisión, pero se muestra siempre madre celosa de sus vástagos, de ahí que en estos se haya forjado un carácter que  muestra una condescendiente pero distante cortesía con los forasteros.
Es la raza de unos hombres fuertes criados en una tierra áspera a quienes no se les ha dado nada y crecen fortalecidos en sus propias tradiciones, valiéndose muchas veces del forastero para sobrevivir pero con el que raramente comparten su visión, que consideran frívolas frente a su cultura milenaria. Baleares, joya del mediterráneo,  se desdobla en su encanto provinciano,  tierra bondadosa y humilde entre higueras y arcanos, sigue siendo un misterio de poderosa atracción. Vuelvo a recorrer, concreta y luminosa, esta tierra. Regresa, poderosa, la aventura.            

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